Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura,
mundialmente conocido por sus Cien años
de soledad, demuestra una vez más, con Doce
cuentos peregrinos, que es una de esas personas con la maravillosa y poco
frecuente capacidad de transformar en arte las cosas más normales, de encontrar
belleza en los pequeños detalles que normalmente pasamos por alto.
Recuerdos, memorias, retazos del día a día, historias sorprendentes y extraordinarias en las que se mezclan la imaginación y la realidad, narradas con una sencillez cotidiana que te hace creer que todo lo que dice es verdad, que cualquier cosa es posible. La forma que tiene el autor de plasmar todo esto en el papel hace que, en conjunto, los relatos rebosen ternura, humanidad, melancolía y emociones varias que acompañan al lector desde el prólogo hasta el último cuento.
Recuerdos, memorias, retazos del día a día, historias sorprendentes y extraordinarias en las que se mezclan la imaginación y la realidad, narradas con una sencillez cotidiana que te hace creer que todo lo que dice es verdad, que cualquier cosa es posible. La forma que tiene el autor de plasmar todo esto en el papel hace que, en conjunto, los relatos rebosen ternura, humanidad, melancolía y emociones varias que acompañan al lector desde el prólogo hasta el último cuento.
En poco menos de
doscientas páginas el autor nos presenta una serie de personajes que van y vienen, enredándose unos con otros, moviéndose con soltura entre un perfecto caos: Una mujer que
se alquila para soñar, unos niños que inundan con luz un piso en el centro de
Madrid, unos recién casados que viajan en coche hacia París dejando un
rastro de sangre en la nieve…
El avión de la bella durmiente ha sido uno de mis favoritos. Es muy breve, pero no necesita una palabra más para describirnos a la
perfección la sensación que dejan esas personas, esos completos desconocidos
que se cruzan por casualidad en nuestras vidas y que nos asombran durante unos
segundos, pongamos en este caso en un aeropuerto de París, en un avión que
cruza el Atlántico con destino a Nueva York, allá por junio del 82.
A modo de disculpa le
pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los
imposibles son los otros”.