A la mañana siguiente seguía lloviendo. A diferencia de la noche anterior, ésta era una lluvia fina de otoño. Se veía que estaba lloviendo por los círculos concéntricos en los charcos y por el gorgoteo de la lluvia que caía de los aleros.
Cuando me desperté, al otro lado de la ventana una niebla blanca como leche lo envolvía todo. Decidimos salir a pasear. Gracias a la lluvia, todos los colores eran vivos y nítidos. La tierra era negrísima; las ramas de los pinos, de un verde brillante; las personas enfundadas en los impermeables amarillos parecían espíritus a los que se les permitía vagar por el mundo en las mañanas de lluvia.
Paseábamos callados mientras ella me clavaba sus ojos ausentes, y, en el más absoluto silencio, seguía buscando las palabras en el vacío. La miré, pero sus ojos no decían nada. Sus pupilas tenían una transparencia increíble; eran tan claras que parecía que, a través de ellas, uno podría ver el más allá. Por más que miré, no logré ver nada en sus profundidades. Su rostro estaba a treinta centímetros del mío, aunque yo lo sentía a muchos años luz de distancia.
Cuando recuerdo todos aquellos paseos a su lado, pienso en
el tiempo perdido y en los sentimientos que jamás volverán. Me pregunto si en realidad ella me quiso
alguna vez, si ella me amó como yo la amé o fue todo una mentira. En mi corazón se habían acumulado demasiados
recuerdos de ella y, en cuanto encontraban una grieta, iban saliendo, uno tras
otro, imparables. Fui incapaz de detener esa fuga, al igual que ella fue
incapaz de mantenerse a flote, y se hundió deprisa. Nadie pudo impedirlo. Era
cuestión de tiempo que algo así le sucediera.
Desapareció, en lo más profundo de un bosque tan oscuro como
su mente.
(Inspirado en la novela Tokio Blues, de Haruki Murakami.
Lectura Voluntaria)