Y se enamoraron, se
amaron por encima de cualquier convencionalismo, cuando estaban juntos el mundo
dejaba de existir. Valía la pena la soledad y la espera, con tal de que él
regresara a casa para que ella pudiera contarle sus historias. Fue
durante esos años junto a él cuando ella aprendió a amar la libertad, los
atardeceres brillantes y dorados, la
inmensidad verde de las praderas, las
vistas desde el cielo, las extensas panorámicas que llenaban su vacío interior.
Anidaron en su corazón los colores de África y los recordó,
con la sensación de haber vivido en el cielo, durante todos los días de su
vida. Y sí, hubiera estado bien que hubieran envejecido juntos, contemplando
desde las mecedoras de la terraza como se iba apagando el horizonte, pero es el
final de la película lo que la hace tan tierna e inolvidable, lo que te hace
enamorarte de África, de su luz, de su música y, cómo no, de su historia de
amor.
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