domingo, 13 de marzo de 2016

Memorias de África

Ella tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. Con su materialismo, su porcelana, sus kikuyus y su matrimonio por conveniencia, llegó intentando cambiarlo todo. Él, aventurero y solitario, vivía el día a día, explorando la naturaleza pura y salvaje, con sus libros y su música.
Y se enamoraron, se amaron por encima de cualquier convencionalismo, cuando estaban juntos el mundo dejaba de existir. Valía la pena la soledad y la espera, con tal de que él regresara a casa para que ella pudiera contarle sus historias. Fue durante esos años junto a él cuando ella aprendió a amar la libertad, los atardeceres brillantes  y dorados, la inmensidad verde de las praderas,  las vistas desde el cielo, las extensas panorámicas que llenaban su vacío interior.
Anidaron en su corazón los colores de África y los recordó, con la sensación de haber vivido en el cielo, durante todos los días de su vida. Y sí, hubiera estado bien que hubieran envejecido juntos, contemplando desde las mecedoras de la terraza como se iba apagando el horizonte, pero es el final de la película lo que la hace tan tierna e inolvidable, lo que te hace enamorarte de África, de su luz, de su música y, cómo no, de su historia de amor.

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